El culto justificado
Si se juzga por la cantidad de retórica, de estatuas y monumentos, la independencia es el período histórico que más influye en los venezolanos. En sus protagonistas, especialmente en Bolívar, se encuentra la base de nuestro culto a los héroes. Pero que la independencia pese tanto no debe sorprendernos. La liquidación del imperio hispánico y la fundación de un mapa estable de repúblicas en la primera mitad del siglo XIX, cuando aún la topografía política de occidente debe esperar para asentarse, es un hecho trascendental. La alternativa de convertir en realidad las ideas de la modernidad en un territorio dispuesto para una renovación, mientras el antiguo régimen pugna en Europa por el restablecimiento, obliga a un análisis diferente del mundo. La aparición de unos interlocutores flamantes y de mercados libres del control metropolitano, mueve a otros usos en las relaciones internacionales. Los arquitectos del proceso, al principio desconocidos más allá de las fronteras lugareñas, se transforman en celebridades que han hecho morder el polvo a una de las potencias más influyentes de la tierra; o ascienden al poder en medio de grandes expectativas.
Hay suficientes elementos, pues, para encontrar apoyos al culto de los héroes que comienza a florecer. Tienen sentido los mitos de un país heroico y la liturgia cívica que nacen después de la insurgencia. El santoral erigido en lo adelante no es un capricho, sino una necesidad.
A partir de 1830, disuelta la unión colombiana y entendido el retorno de los restos de Bolívar como una urgencia política, como un vehículo de conciliación entre las banderías enfrentadas, la liturgia necesaria y comprensible comienza a vivir un proceso de acartonamiento que llega a la cúspide durante El Septenio presidido por Guzmán Blanco. Entonces los próceres de la independencia, especialmente El Libertador, se convierten en símbolos patrios junto con el himno y con la bandera nacional. La insistencia del gobierno en presentarlos como resumen sentimental de la nacionalidad, los convierte en iconos incontrovertibles.
Pero, ¿para qué existen ayer y hoy, los símbolos de la patria? Su cometido es agruparnos y cobijarnos. La sociedad se siente reflejada en sus señales, en sus letras y colores. A nadie le parecen feos, ni anacrónicos. Pueden contener figuras y lemas incomprensibles, pero no están en las fachadas de los edificios para que la gente los interprete. Quizás anuncien cosas contraproducentes para la actualidad como la superioridad de un pueblo sobre otros, por ejemplo, pero su discurso no está sujeta a discernimiento. La gente sólo debe sentirlos como emblema mayor, en términos individuales y gregarios. Así ha pasado con ellos antes de que Guzmán los codificara como tales, y puede preverse que cumplirán el mismo rol en lo sucesivo. En la medida en que tienen un propósito de cohesión, como en todas las sociedades establecidas, los objetos-símbolos y los hombres-símbolo forman parte de una rutina cívica que no puede someterse a análisis, mucho menos a censura.
Es el contexto histórico sociológico que nos permite conocer nuestro pasado para mejorar el presente y cambiar el futuro.
Si se juzga por la cantidad de retórica, de estatuas y monumentos, la independencia es el período histórico que más influye en los venezolanos. En sus protagonistas, especialmente en Bolívar, se encuentra la base de nuestro culto a los héroes. Pero que la independencia pese tanto no debe sorprendernos. La liquidación del imperio hispánico y la fundación de un mapa estable de repúblicas en la primera mitad del siglo XIX, cuando aún la topografía política de occidente debe esperar para asentarse, es un hecho trascendental. La alternativa de convertir en realidad las ideas de la modernidad en un territorio dispuesto para una renovación, mientras el antiguo régimen pugna en Europa por el restablecimiento, obliga a un análisis diferente del mundo. La aparición de unos interlocutores flamantes y de mercados libres del control metropolitano, mueve a otros usos en las relaciones internacionales. Los arquitectos del proceso, al principio desconocidos más allá de las fronteras lugareñas, se transforman en celebridades que han hecho morder el polvo a una de las potencias más influyentes de la tierra; o ascienden al poder en medio de grandes expectativas.
Hay suficientes elementos, pues, para encontrar apoyos al culto de los héroes que comienza a florecer. Tienen sentido los mitos de un país heroico y la liturgia cívica que nacen después de la insurgencia. El santoral erigido en lo adelante no es un capricho, sino una necesidad.
A partir de 1830, disuelta la unión colombiana y entendido el retorno de los restos de Bolívar como una urgencia política, como un vehículo de conciliación entre las banderías enfrentadas, la liturgia necesaria y comprensible comienza a vivir un proceso de acartonamiento que llega a la cúspide durante El Septenio presidido por Guzmán Blanco. Entonces los próceres de la independencia, especialmente El Libertador, se convierten en símbolos patrios junto con el himno y con la bandera nacional. La insistencia del gobierno en presentarlos como resumen sentimental de la nacionalidad, los convierte en iconos incontrovertibles.
Pero, ¿para qué existen ayer y hoy, los símbolos de la patria? Su cometido es agruparnos y cobijarnos. La sociedad se siente reflejada en sus señales, en sus letras y colores. A nadie le parecen feos, ni anacrónicos. Pueden contener figuras y lemas incomprensibles, pero no están en las fachadas de los edificios para que la gente los interprete. Quizás anuncien cosas contraproducentes para la actualidad como la superioridad de un pueblo sobre otros, por ejemplo, pero su discurso no está sujeta a discernimiento. La gente sólo debe sentirlos como emblema mayor, en términos individuales y gregarios. Así ha pasado con ellos antes de que Guzmán los codificara como tales, y puede preverse que cumplirán el mismo rol en lo sucesivo. En la medida en que tienen un propósito de cohesión, como en todas las sociedades establecidas, los objetos-símbolos y los hombres-símbolo forman parte de una rutina cívica que no puede someterse a análisis, mucho menos a censura.
Es el contexto histórico sociológico que nos permite conocer nuestro pasado para mejorar el presente y cambiar el futuro.
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